Las lluvias fuertes que nos enviaba Tláloc finalmente lograron derrubar el piso de pierda volcánica.
El gigante hueco, que en algún momento fue el Zócalo se expande cada vez más, devorando la corrupción, arrogancia, el racismo, y todas esas estúpidas sucursales Starbucks. Se borra sobre la faz de esta ciudad la banalidad que le impuso el neoliberalismo, se aniquila la estratificación de clases en la urbe, y se elimina la desigualdad por que Tlalóc de una ves por todas elimina la ciudad.
Ni queda el lecho del lago, la pierda volcánica, solo vacío. Al final, solo así logramos deshacernos de una violenta desigualdad de nuestra propia creación. Valió la pena rogarle tanto a Tláloc, a ver si podemos empezar de nuevo, a ver si no la cagamos.
Todo aquello me lo imagino mientras voy sentada en un Metrobus que ha estado inmóvil en el cruce de Insurgentes y Baja California por diez minutos. Diez minutos.
Cuando llueve así de fuerte como llovió hace dos horas todo se vuelve una mierda. A mi me encanta la lluvia tanto como me asusta, ver como azota contra sombrillas con una violencia milenaria, haciéndome pensar que Tlalóc esta disgustado (quien no, con un mundo donde los Trumps y Peña Nietos son dueños del poder mediático y político).
Me encanta la lluvia, y a pesar de que mis jellies queden empapados y la sombrilla rota, estoy agradecida con Tlalóc por que nos bendice con caos, que es vida. Y me pongo a contemplar si algún día la naturaleza ejerce todo su poder de destrucción contra nosotros, contra esta ciudad monstruosa, qué sucediera.
¿Por dónde volveríamos a empezar? ¿Construiríamos lo mismo? Nunca me arrastraría del cráter si eso significaba vivir en un mundo lleno de Starbucks.