¿Como nombrar este sentimiento que me paraliza de tristeza al contemplar sus amaneceres desde la memoria? ¿Qué es esto que me agobia de desesperanza de cerrar los ojos para abrirlos y encontrarme parada a la altura de uno de sus innumerables cerros, a la altura de todo su caos? ¿Qué es esto lo que siento, qué es esto que me a afligido por cuatro largos, hermosos, increíbles, dolorosos años?
¿Como y porqué nombrarlo?
Este amor, este sufrimiento, es el principio y fin de mucha poesía, mucho silencio, mucho mal entendimiento. Fuente inagotable de inspiración y principal tema de debate. Con el fin de racionalizar la poesía, de teorizar acerca del laberinto que es el corazón, me entorpezco con sentimiento, con nostalgia, con añoranza.
Lo que sufro, siento y no pienso, es la poesía encarnada y sollozada. Evidencia de que he sentido un amor inigualable. Que por haber partido por primera vez hace cuatro años, estoy conectada eterna e ineludiblemente con la ciudad. La partida, la ruptura en pleno amor, justo en los más intensos y hermosos momentos, cuando duele más. Cuando es imposible regresar.
Si me hubiera quedado…si hubiera vivido, amado, habitado la ciudad ininterrumpidamente, ¿hubiera bastado el tiempo? ¿me hubiera sentido plena de amor, satisfecha de sentir?
Pero me fui. Y siento. añoro. amo.
Nunca dejare de extrañarla. Nunca dejaré de pensar en ella cuando me encuentre muy lejos. Pese a una felicidad distinta inspirada por otros lugares, pese a la tranquilidad meditada, pese a la sabiduría de los tropiezos, de las distancias, del amor. Nunca.
Siempre me va a doler no estar allí. Siempre me va a doler aunque regrese. Siempre.
“Siempre me va doler no estar allí. Siempre me va doler aunque regrese. Siempre.”